El bombardeo
Pasaron horas y esa noche hubo estruendos. De color se iluminaron las paredes que otras noches esconden sus grietas en la penumbra. Y todo pareció diferente: al menos por tres minutos se quebró la monotonía de los viernes.
Imagine de pronto un bombardeo. ¿Cómo será encontrarse en una ciudad bombardeada? ¿Cómo será observar un espectáculo tan mortífero, tan formidable y macabro? Se me ocurrió que podía ser un juego al que juegan los gobernantes; y así se divierten. Es que a determinado nivel político todo debe aburrir.
Me quede mirando por la ventana. No sé cuanto tiempo paso. Tampoco importa. Pensaba en lo incierto del destino. Uno mismo intentando guiar sus actos de forma coherente, en medio de un mar de incoherencias colectivas. Sentí que comenzar un libro era como arrojar una hoja al viento: uno nunca sabe donde va a caer. No puede planearse todo: cada acto, cada solo, cada improvista situación. Hoy sé que quienes intentamos planear nos condicionamos. La experiencia que dan los años nos revela que la razón de nuestros actos no esta siempre a la vista. Por eso uno solo puede concluir en que lo que es hoy es producto de lo que paso ayer, pero mañana... quien sabe.
Ya estaba acostado. Mi cabeza era un sándwich. Literalmente. Me había acostumbrado a dormir con la cabeza entre dos almohadas y no podía dormir con solo una. Necesitaba de las dos o no dormía.
Quite la almohada de arriba, la tapa de ese sándwich de ideas inconexas que era entonces mi cabeza. Abrí los ojos y me quede mirando al techo. Sonó el timbre provocando ese sobresalto extremo que producen los ruidos inesperados en la madrugada. Eran las tres. Salte de la cama y cuando llegue a la puerta no había nadie. ¿Lo habría soñado? Eso parecía, entonces volví a la cama y a mis ojos clavados en el techo. Cuando estaba a punto de dormirme, volvió lo inconcebible, mi terror: el chillido otra vez. Pero era inconcebible... por qué a esa hora. Por qué a mí.
Me quede en la cama, tapado con la almohada-sándwich, tratando de aislar mi cabeza del chillido casi imperceptible. Decidí no levantarme bajo ninguna circunstancia; ni al baño, ni a tomar agua iría esa noche. Pasados unos minutos me anime y quite la almohada. El chillido ya no estaba, igual que con el timbre aquella noche. La resolución estaba tomada: debía cercionarme de que realmente no había mas grillos en mi casa. Mucho tiempo después logre comprender lo que sucedió aquella noche.
Me desperté temblando como a las seis. Desde la ventana todo parecía tranquilo. Me forcé a levantarme temprano, seria un día arduo. Comencé por juntar las pequeñas cosas que estaban en el suelo: camisas, broches, zapatos, muchos zapatos. Lo arroje todo al pasillo. Luego desarme todos los aparadores, metí en cajas cada recuerdo, y todo al pasillo. Una vez que termine con esto comencé a mover los muebles pequeños, los lleve hasta la puerta y allí mismo fueron desalojados temporalmente. Lo más difícil vendría después, con los muebles grandes. Intente la inútil tarea de moverlos, pero fue imposible. El cansancio estaba ya a punto de vencerme cuando oportunamente hizo aparición el portero.
Extrañado miro el pasillo.
Debía darle una explicación, pero no me atrevía a decirle que estaba buscando un grillo que no me dejaba tranquilo. Así que invente una excusa. Creo haberle dicho que iba a pintar el departamento y enseguida se ofreció para ayudarme (por supuesto a cambio de alguna retribución). Tuve que agradecerle para no aceptar su ayuda, que por otra parte era innecesaria. (para que iba a necesitarlo en la búsqueda de algo inexistente). Solo le solicite que me ayudara a correr los muebles más pesados al pasillo repleto de mis cosas, tarea que conjuntamente concluimos en un breve periodo de tiempo. Decidí darle una propina generosa para que se fuera y no preguntara más. Ahora si, estaba vacio.
Todos los rincones, todos los cajones y armarios, cada recoveco fue escudriñado con paciencia. Pero nada.
Todos los zócalos y las puertas. Las molduras y los rieles. Los taparollos, los marcos y hasta las rejillas.
Me agoto aquella búsqueda, pero era necesaria. Inevitable.
Las obligaciones pasaron a un segundo plano. Durante un día y medio solo revise. El portero, en un tono inquisidor, pregunto varias veces por la pintura, para ver si hacia una changa. Debí esquivarlo aduciendo excusas inauditas y rápidamente retornaba a mi búsqueda. Con linternas, trapos, herramientas desarmé y revise todo, absolutamente todo.
Pero nada. No había grillos en mi casa
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