miércoles, 10 de marzo de 2010

El Grillo 27

Victoria:
Tardé mucho en escribir algo sensato. Hubo intentos, pero significaron tan solo alivios para quien sabe que al menos lo había intentado. Lo fácil parece difícil y lo casual poco importante.
Fue casual mi descubrimiento y estaba a solo trece cuadras: la biblioteca popular. Recuerdo que no dejaban retirar las obras, así que me habitué a visitar la biblioteca dos veces por día. Por lo general, me dedicaba la lectura paralela de dos obras: la matinal y la vespertina. Así comencé a llenar mis lecturas. Casi todos los días era yo quien aguardaba la llagada del bibliotecario, quien me entregaba prontamente la obra que tenía reservada desde el día anterior. Mi lugar predilecto era una esquina del recinto donde pegaba el sol desde las nueve hasta las once. El gordo Luis, como buen bibliotecario, me recibía siempre con una sonrisa y un “buendiia”. Su aspecto era mas similar al de un oficinista que al de un bibliotecario. Casi siempre me hacia una acotación acerca del clima y antes de entregarme la obra no olvidaba recalcar:
-Con cuidado, que esta es de las buenas-
Por lo general cruzaba páginas hasta eso de la una del mediodía. Era cuando el hambre distraía mi atención plena. Muchas veces queriendo terminar un libro, lo domaba hasta dos y tres horas mas, pero al final el hambre siempre vence. Por este motivo, procuraba desayunar en forma muy abundante todas las mañanas. Como nunca antes, ni nunca después mi cocina rebalsaba de fiambres, frutas, tostadas y jarros de café repletos. Engullidos en media hora, servían de combustible para mi lectura ávida.
Todas las mañanas de ese año me vieron dentro de la biblioteca popular. Creo no haber faltado nunca.
Los domingos eran dramáticos para mí. El descanso de los bibliotecarios me parecía absurdo. De qué podían cansarse dentro de una biblioteca. Qué mejor que habitar ese submundo de ficciones. Un par de domingos logre, bajo juramento solemne, que el gordo Luis me facilitara volúmenes no registrados en devoluciones. Luis confiaba en mi; sabía que el lunes a las ocho los tendría allí.
Los domingos sin libros eran un suplicio. Me dedicaba a recordar obras enteras, momentos culmines, desarrollos alternativos y finales posibles para obras abiertas. La resolución de enigmas era mi pasión. Pero una vez resueltos no me quedaba mas que la planificación de mis lecturas. Me instruía por referencias y recomendaciones, y trataba en lo posible de extinguir la obra de los autores en forma rigurosamente cronológica.
Todos los días al regresar del almuerzo me dedicaba al chequeo de los ficheros, a las anotaciones en libreta, a las averiguaciones con Luis y la señora de la tarde.
Habiendo finalizado con mis investigaciones, requería volúmenes dilectos de bibliografía mas elevada. Creía que el atardecer era el momento propicio para la meditación por lo que leía volúmenes de filosofía, teología, ciencias ocultas, psicología y otras disciplinas hasta que caía el sol. Meditaba largo rato sobre lo leído mientras hacia mis anotaciones de libreta y me retiraba sin olvidarme de saludar a Luis y a la señora de la noche. En algunas ocasiones me quedaba hasta el horario de cierre, leyendo mientras se enceraban los pisos y las puertas se trababan con llave.
Hacia fin de año había leído todas las obras de gran cantidad de autores de renombre y no tanto. De todas partes, de todas las épocas. Muchas historias, muchos finales inciertos. Ya creía haber leído mucho, pero no lo suficiente. Porque nunca era suficiente... al menos eso creía.
El ultimo domingo del año todo cambio. El sábado a la tarde gaste dos horas de mi tiempo en convencer a Luis para que me prestara un libro. Cada sábado era igual: mi insistencia, su negativa inicial, mi tozudez y mi reclamo angustioso; por ultimo, el préstamo temporal de alguna obra. Era una victoria diferente cada sábado, una conquista a base de fuerza moral y convencimiento.
Luis me acercaba una obra y mi sonrisa aceptaba el trato: el lunes a las ocho de vuelta sin ninguna marca. Como cada sábado, me dedicaba a hojear el libro después de cenar. Esa noche algo cambio.
Este libro no era igual a los anteriores que había leído. Bueno, en apariencia, si lo era. Tapa dura, azul, letras doradas, tipografía pequeña y hojas amarillas.
No me pregunten porque era diferente. Una historia usual: un muchacho como cualquier otro (como yo quizás), un desamor, un desencuentro. Pero que tenia esa historia para impactarme de manera tan profunda. No fue un roce, fue un surco el que abrió ese libro en mi casco. A partir de esa grieta, se hizo un rumbo y la vía de agua no pudo detenerse. Una inmersión placentera, que recuerda el naufrago con gozo, con una satisfacción casi sexual.
Este libro debió ser un clásico nunca descubierto, ese tipo de obras universales que impactan sobre seres de todos los tiempos, en cualquier lugar. Pero más, esta historia parecía escrita para mí. El concebir esta idea me hacia temblar. Podría acaso darse que el autor al concebirla, se figurara un muchacho desahuciado por la desgracia y la incomprensión, que a cientos de kilómetros y largos años por detrás, hubiera de identificarse con su historia, con su muchacho pobre y desilusionado. Evidentemente, ningún creador tan grande pudo haber concebido tal idea, a no ser que se tratara de un ser superior (y maléfico).
La literatura universal tiene sus quiebres (y esto lo aprendí leyendo), pero no podría clasificar a esta obra dentro de ninguno de los moldes. Su simpleza la hacia grande, única e irrepetible. Su brevedad la hacia superior a todo lo que había leído o escuchado.
¿No seria la base mas alta que la cúspide y mi visión perpleja un reflejo absurdo de la obra?
No pude creer que fuera cierto. Creía en la objetividad de la obra.
Claro esta que esa noche no dormí, ni la siguiente cuando inicié su relectura. Me quedaban horas de la madrugada del lunes, pero no iba a terminar aquella segunda lectura. Apurarme por demás hubiera sido una gran falta de respeto a su grandeza. Extenuado llegue al anteúltimo capitulo. Eran las ocho y media de la mañana. Entonces, en un ensueño irresponsable pense que siendo el ultimo día del año, todos estarían prontos a festejar y nadie notaria la ausencia de un libro. Podía devolverlo el día dos... o mejor aun, no devolverlo sino me era requerido.
Con la tranquilidad de un niño me eche a dormir en el sofá. El libro quedo entre mis manos.
A eso de las doce, me despertó la campana del teléfono. Ya sabia, era el gordo Luis. Quería saber porque no había llevado el libro por la mañana. Me excuse diciendo que me había sentido mal el fin de semana y que me había quedado dormido producto de los fármacos. Prometí llevárselo cuanto antes. Con un tono desconfiado me insto al apuro, ya que la biblioteca cerraría antes a causa del fin de año. Ni bien corte salte del sofá para reiniciar la lectura. Me faltaban dos capítulos. Pense que podría terminarlo en dos o tres horas para cumplir con mi promesa. Pero... no podía devolverlo. ¿ Que sucedería si no iba?
A eso de las cuatro, volvió a sonar el teléfono pero no atendí. Preferí seguir leyendo. Seguramente era Luis, pero para que atenderlo si de todas formas no pensaba devolverle el libro hasta no finalizarlo. Los llamados se sucedieron a intervalos de cinco minutos, por el lapso de una hora. El silencio del teléfono me permitió encarar las ultimas diez paginas con mayor tranquilidad. El final se prolongo mas que con la primera lectura, pues me detuve descifrando claves que hacían a la obra aun más genial.
Cuando faltaban tres paginas, golpearon a la puerta. Tuve que abrir ante la insistencia de los golpes. Al hacerlo me encontré con el rostro de un Luis diferente. Sin decir palabra alguna me aparto de la entrada y se encamino hacia la mesa en donde estaba el libro. Intente excusarme, pero fue inútil. Se estaba llevando el libro. Mi libro. Me colgué de su brazo implorándole que me dejara terminarlo; me faltaban solo tres paginas de nuevas claves, de nuevas respuestas.
Hizo oídos sordos. Lo único que dijo antes de salir dando un portazo fue:
-No quiero verlo mas por la biblioteca.
Esa frase se clavo en mi como un puñal. Qué seria de mi vida sin las toneladas de papel que me faltaba engullir. Pero eso no importaba realmente. Qué haría yo sin ese libro, al lado del cual el resto parecía insignificante, superfluo y vacío de contenido. Debía volver a la biblioteca, pero lo mejor seria aguardar hasta el miércoles.
Por la noche note que una herida se había abierto en mi. Extrañaba a la obra. Instintivamente tome un lápiz... y cesó mi silencio.

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